Para El Rolo y La Mona, que se quedan con el tejido de
Calidoso…
Les ofrecieron el fracaso y lo
compraron por dos pesos.
El día de la primera cita como
autores materiales de un juego innecesario, se turnaron en la máxima oscuridad,
camuflados en una postura podrida de la cual terminaron siendo socios de primer
nivel, sentenciados por el disfrazado dolor de la locura.
Incapaces de verse el rostro, le
quitaron el crespo de negros espirales guardado en la gorra desdibujada de
calle y olor a basura, que en las noches le servía de almohada a La
Mona, su eterna compañera.
Se cubrieron con una cortina de
excentricidad; desafiaron el último hilo de la perversidad y reforzaron sus
carencias, ocultando los demonios que bombearon óxido caliente entre sus venas.
El negro sollozaba tristeza
desmedida.
La vida no podía mercadear más sus
insatisfacciones, a pesar de que la cálida autosuficiencia parecía ser la
máxima arista de la estrella que esta vez no lo protegió.
En el cara a cara de la tragedia
ahogaron el grito opresor y lo tallaron…petrificaron hasta la retardada medida,
demandante de una imperdonable enfermedad mental.
Sobrepasaron el puro desborde de exclusión
y sus órganos blindados de solidaridad cerraron la comunicación con un mundo
sordo y ajeno a la bondad.
Un ángel negro lo llamó antes de que
las llamas consumieran el último nervio de sus palpitantes órganos. Lo blindó, porque con el tejido que envolvía
su cráneo, la tormenta de la felicidad no podía abrazarlo más…
La puñalada de la quema fue para los
asesinos. Toda la vida los perseguirá el
demonio de la culpa, sobre todo en la mañana, lejos del éxtasis, cuando no
resistan el ensordecedor lamento de sus fieles amigos: un humano desorbitado y
una perra que se tragó las monedas de los neuróticos de la miseria.
La Mona soñó que era una criatura disfrazada
de traición, y un grito propio la despertó de las llamas del silencio de
quienes ya están medio muertos.
En este hoy de porquerías
intercambiadas, por ausencia de dos pesos compraron los restos de la indignación.
El ángel negro descansó.
A cambio, como vidente, le regalé dos
lágrimas de mi convulsionada mañana frente al televisor.
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