Por: Carlos Fernando
Gutiérrrez T.
Así es escribir: un azar. Es intentar certezas con retazos
de letras que se juntan para no ser sílabas muertas.
Quizá lance estas primeras líneas por ser las más difíciles para
iniciar la aventura de escribir. Las siguientes continuarán ese ritmo lento de
quien teclea buscando una boya en medio de un pensar delirante.
Así debe ser la literatura: buscar lo incierto. Las demás
personas persiguen certezas que les aseguren el porvenir. Desean una pose definitiva que los sitúe en
su lugar. Adquieren un gesto que los
reconozca. Ubican un sitio oportuno en el autobús del mundo.
Pero quienes estamos atrapados entre personajes, en
historias e imágenes, no conocemos una estancia tranquila y definitiva, una
taza caliente en noches de montaña. Quizá es la condena de quienes buscamos las
huellas del tiempo en los libros, dialogamos con personajes inmortales o nos
asombramos con páginas memorables; será la soledad.
Otros presumen de seguros oficios: médico, abogado, policía,
conductor. Basta aprenderlo una vez y ya. Obtuvieron su tiquete definitivo.
Pero decir: Mucho gusto, soy poeta, cuentista o novelista, seguro hará
desconfiar a la mujer que tenemos al frente o sonreír al doctor que nos dará el
empleo. Así de simple será. Esta es la
sensatez de esta vida de libros y seres de papel: la inutilidad.
La mayoría de personas se levantan todos los días y ejercen
oficios útiles. Recogen basura, atienden animales enfermos, pintan
uñas, conducen un bus urbano. Pero unos cuantos, además de estar frente a
cuarenta y siete muchachos desencantados de estudiar o teclear cientos de
páginas para un informe o soportar la sucesión de números de un profesor
aburrido o trabajar en una oficina o huerta; también soñamos e intentamos tener
otras vidas con historias propias y ajenas. Buscamos la belleza inútil, la
verdadera, la que sirve para sentirnos inmortales. Dialogamos con otros
hombres, en otros tiempos, en otras culturas. La historia de nuestro presente
nos quedó corta y buscamos liberarnos en relatos memorables.
Por eso intento escribir esta carta, dirigida a un pensador
de lo inútil, a quien la lectura o la escritura no le permiten ocupar su lugar.
Así debe ser la buena literatura: sin verdades definitivas.
Para quien se asombra de nuevo con una página, a quien golpea la verdad escrita
o se acongoja con la línea única. Como el niño que, frente al espejo de agua,
lanza la piedra con breves saltos y se hunde sin aspavientos, dejando ondas de
nostalgias en quien sintió ese instante leve y eterno.
Quizás muchos ambicionen pertenecer al jet set literario.
Ser el escritor más importante de la cuadra o aparecer en una reseña de un
aficionado articulista. Todo eso es válido para quien roba horas a lo útil y
asume esta vocación con entereza. Pero
más allá, debe estar la decisión de hacer la siguiente línea mejor, la otra
historia más novedosa, dedicar más horas a la página en blanco. Así de simple debería ser, sin dejarse
obnubilar por situaciones extraliterarias. Hay quienes posan, visten y hablan
en voz alta, alardean de obras y citas, memorizan líneas y fragmentos. Luego de
despojarse de máscaras y trajes, estarán desnudos y libres ante la página o
pantalla en blanco. Solo allí se
validarán sus horas, su vida sincera, su masticar lento. Siempre he pensado que es más importante
quien lee, que lo leído. Es creer en
uno, pensar lo distinto, no seguir el camino común, ser sincero con la
escritura.
Leí que lo único auténtico es lo autobiográfico, que lo
demás es plagio. No sé qué tendrá de
cierto, pero puede ser una iluminación para mirarnos con profundidad, afilar el
lápiz y empezar desde lo pequeño, pero constante.
Me faltan más líneas, hacer más catarsis con ustedes, pero
quizá así es la literatura: fragmentos, líneas inconclusas que se abandonan
para no cerrar el diálogo.