En calma, nos escribe por primera vez un lobo que desafía la
velocidad del mundo moderno, para invitarnos a pensar por qué con pausas vemos en los ojos de los demás, un antídoto para la media humana que
se traga su manada, en un tercio de vida
que da vueltas sobre el mismo
lugar.
David Alberto Campos Vargas, MD*
A mi amada esposa.
Sí, a mucha gente de hoy en día
le hace falta algo de contemplación. Algo de asombro, en el sentido que
Aristóteles le daba a la palabra: asombro ante la belleza del Cosmos, asombro
ante la vida misma y sus manifestaciones, asombro ante lo evidente y lo que no
lo es tanto (como esa Causa de las causas que fascinaba al estagirita, ese
Motor Inmóvil detrás de cada realidad del Universo).
Esta pobre gente corre y ni se da
cuenta que se le pasa la vida en eso, en afanes, en actividad poco fecunda.
Pocas veces se detiene a ver una puesta de sol y a filosofar. ¡Y hace tanta
falta algo de pensamiento! Esta gente, la que sólo piensa en amasar capital y
en adquirir poder sobre otras personas, está sentenciada al pantano mismo de la
vida meramente material. Por eso es tan torpe a la hora de imaginar siquiera
algo que no tenga corporeidad o que no se pueda vender o comprar. Por eso sufre
y sólo se acuerda de Dios en las últimas, cuando ya su cuerpo (al que le rindió
culto antaño) se acerca a la putrefacción y a la extinción misma.
En vez de pensar y disfrutar de
la calma, de lo bello del mundo, de lo que en verdad vale la pena en la vida,
esta monetarizada gente que no sabe de la vida contemplativa está pensando en
hacer dinero o en gastarlo, en cómo adquirir poder para adquirir más dinero (y
en cómo gastar dinero en esa loca carrera hacia el poder). Es decir, está
sumida en la propia contradicción existencial, y en la infelicidad. No
disfruta. Calcula. No ama, sólo se empareja, y la mayoría de las veces de
manera casual, sin valorar la dignidad de la otra persona, ni la lealtad a
ella.
La contemplación es bella en sí
misma, porque nos acerca a la belleza. Hoy, cuando disfruto de un día festivo
acompañado de buenos libros, de mi amorosa Ana Ximena, de mi perro fiel,
encuentro que no es en la azarosa y vertiginosa vida de los que sólo buscan
hacer y gastar dinero donde la felicidad reside. No. La felicidad no tiene que
ver con autos de lujo, ni con bacanales, ni con ropa fina, ni con costosas
joyas. Tampoco se encuentra en una enorme hacienda, ni en una mansión. La
felicidad no está en las posesiones. Por eso es imposible poseerla. Sólo se nos
da, se nos dona, en días hermosos como éste. Y, si estamos atentos, podemos
aceptar ese don tan precioso.
Llueve. He parado de leer y ahora escribo,
felizmente. De vez en cuando, miro a través de la ventana y observo la belleza
de la vida que está detrás de todo: el niño que juega, las gotas que acarician
el pavimento, el cielo gris y solemne, el descanso que da la conciencia limpia.
Y pienso en la misma serenidad de la que hablo alguna vez Heidegger, el
filósofo que amaba la campiña. ¡Con razón amaba esa vida de campo, ese contacto
con la tierra, con la naturaleza! Y pienso en San Francisco de Asís. ¡Qué
hombre tan lúcido!, ¡tan sabio!
En esta época la gente está
obsesionada con tomar unas variables y predecir el resultado; procede
científicamente hasta a la hora de enamorarse (y, obviamente, arruina hasta el
mejor momento); no es capaz de valorar un poema porque no quiere dar lugar a
sesgos de apreciación o subjetividad; hace rato que ha perdido contacto con su
esencia y hasta menosprecia el cultivo de la espiritualidad o la vida interior,
porque cree que es simple pensamiento mágico o arcaico. ¡Cómo si no pudiera ver
lo arcaico de la vida destinada a trabajar sin disfrutar, a consumir sin
producir algo bueno para la Humanidad!
Insisto. Es buena la vida de
contemplación. Al menos por un instante. Pienso qué hermoso sería invitar esta
tarde, a mi casa, a un hombre de negocios. Sacarlo de sus múltiples ocupaciones.
De sus preocupaciones, aunque sea por un instante. Enseñarle que la gente no
vale por lo que tenga puesto encima, ni por el monto de su cuenta bancaria.
Decirle (aunque prudentemente, para no escandalizarlo) que mucha gente valiosa
ni siquiera tiene una cuenta en un banco.
O invitar a un científico, de
esos neopositivistas que quieren medir hasta la felicidad (no podrán jamás,
pero hacen vehementemente su intento, y por eso los admiro un poco: por su
tesón, por su perseverancia, aunque luchen una batalla que tienen perdida de
antemano); escucharlo atentamente, aprender de él. Sí, se aprende mucho de esa
gente. Al menos en lo referente al mundo físico. Y a cambio enseñarle, o al
menos susurrarle lo que algún día podrá liberarlo de esa vida tan pesada, tan
estéril: que el trabajo investigativo es muy limitado si le huye a la reflexión
y no se pregunta por el sentido de los resultados que encuentra.
El pensar contemplativo es el
pensar humano por excelencia, el pensar filosófico, pues indaga por el sentido
de las cosas, por las consecuencias, por el para qué; no se queda con la
apariencia, busca la esencia de las cosas; no se contenta con llegar a unos
resultados, está siempre preguntándose por la significación (las
significaciones) y el sentido de los mismos.
Cada uno, a su manera, intenta
justificarse y hacerse “necesario”. Pero no me convence el pensar calculador y
materialista de quien sólo piensa en lo que puede tocar con sus manos. Me
parece que no se justifica, y que no es radicalmente necesario. Gracias a él se
han dado las guerras, los imperialismos, los colonialismos, las revoluciones
sangrientas y los atentados contra la Ecología, y contra la Vida misma.
Por eso me gusta leer Historia.
Aprendo. Comprendo. Pienso. Gracias a ella entiendo que el hombre monetarizado
avanza en la técnica pero retrocede en virtud, y que prosigue su dominio
(brutal y desarraigador, desconsiderado) sobre la Tierra. Ese hombre
materialista, destinado al fracaso (aunque él mismo crea, para consolarse en su
infelicidad, que obtiene el éxito), cree que por gritar más fuerte o por
exhibir sus títulos es mejor que los otros. Se ufana de su (relativo,
relativísimo…en realidad, insignificante) poder. Monopoliza. Me río para mis
adentros, porque sé que monopoliza, y habla mucho, y es muy fotografiado, y es
“poderoso”…pero no convence.
Y, al final, así como todos los
ególatras caen y mueren, ese mismo sujeto henchido de narcisismo no será más
que polvo. Y ni siquiera dejará un buen recuerdo. La Historia, en realidad,
menosprecia al hombre egoísta. Lo escupe, se burla de él. En cambio, hace
justicia. Así como el Tiempo (de hecho, el Tiempo y la Historia son buenos
amigos). De la megalomanía no quedan sino las ruinas. Y, muchas veces ni
siquiera eso.
Creo que, en realidad, es injustificable
una forma de pensar que nos ha conducido como especie a la robotización y
automatización de casi todos los procesos vitales, que nos ha deshumanizado y
que, en el mediano plazo, pone en claro riesgo nuestra supervivencia, no sólo
por un eventual cataclismo atómico, sino por el severo daño ecológico que
produce. Y, en ese orden de ideas, no puede ser ni bueno ni necesario algo tan
dañino.
La vida contemplativa es uno de
los antídotos ante tanta premura, ante tanta estupidez. Filosofar, agradecer a
Dios, meditar reflexivamente es claramente justificable (puesto que permite al
hombre reflexionar sobre sí mismo, sobre sus propósitos, sobre sus actitudes,
sobre el para qué de lo que hace), bueno y necesario (dado que, en este mundo
automatizado, brutalmente tecnificado, apresurado e irreflexivo, en el que la
técnica amenaza con arrasar con la Vida misma, se requiere esa sensatez, ese
buen juicio que da la reflexión). Se requiere de un pensar reflexivo para que
la especie no sucumba, al menos tan pronto. Se necesita.
La contemplación, esa serenidad
alegre y pacífica, nos ayuda a evitar la deshumanización y el actuar
atolondrado e irreflexivo propios de nuestra época. Nos abre los ojos, nos dice
que el camino de la técnica deshumanizada no es el único, ni mucho menos el más
deseable. Dicha serenidad no implica una negación, un odio al progreso técnico.
Por el contrario, implica el uso de todas las cosas que nos brinda el avance
técnico siempre y cuando ese uso esté encaminado al bienestar del hombre.
La vida contemplativa acepta que
las cosas (que tanto buscan atesorar y acaparar los monetarizados) nos
facilitan la vida, pero que jamás deben convertirse en las rectoras de nuestra
vida. Usamos las cosas, pero no las necesitamos para ser plenos existencialmente.
Podemos darles una utilidad, pero nunca hacernos sus esclavos. La contemplación
es la actitud del justo medio: no está en contra del progreso técnico, pero
tampoco le rinde culto.
Uno de los errores de nuestra
época es la dicotomía. Mucha gente vive haciendo divisiones, viendo opuestos
donde ni siquiera existen. Por eso vive en guerra, en estado de azoramiento
permanente, en insatisfacción. Por eso, no se trata de creer que el mundo
técnico es un enemigo. Al contrario, tenemos que estar abiertos a él, aprender
de él, usufructuarlo en la medida en que aumente nuestro bienestar existencial.
En dicha apertura conviene saber que el camino correcto está en interactuar con
las cosas, en conocerlas, pero evitando caer en su servidumbre.
Intuyo que esa pobre gente
que vive tan deprisa, en una loca
carrera contra el tiempo, buscando ser cada vez más “competitiva y eficiente”,
necesita mucho amor. Y ese amor podrá traerles la cura a esa vida inútil
destinada solamente a producir y consumir dinero. Ese amor, reflexivo y fértil,
contemplativo, es la vacuna para ese existir infeliz y enfermo.
La vida de contemplación permite
ese arraigo tranquilizador, ese “hogar” que permite la reflexión, la serenidad
por la que abogaba Heidegger. En la premura y la superficialidad (el culto a la
apariencia física y al tener cosas materiales) de esta época, en vez de
asentarnos y proyectarnos hacia el pensamiento fecundo, hacia lo que de verdad
vale la pena, corremos cada vez más riesgo de empantanarnos en un torbellino de
desarraigo, en una sensación de no-pertenencia a nada, en el anonimato y la
soledad (pese a vivir cada vez más atiborrados con otros seres humanos).
Me gustaría despedirme con otro
breve pensamiento. Debemos fomentar en los demás su autonomía (ante tanto
bombardeo mediático que incita a continuar por el camino de la premura y a
olvidar el de el amor y la reflexión), su sentido de lo humano. La autonomía
los hará independientes, personas que no se dejen llevar por la corriente (así
se mantendrán centrados, aún cuando la mayoría ya “no pueda vivir” sin el
dinero). El sentido de lo humano les permitirá apreciar lo bello de la
reflexión, de la actitud contemplativa que se deleita en el pensamiento, de las
funciones más sublimes del espíritu humano (que jamás podrán ser igualadas por
las máquinas).
Serenidad, en este mundo ágil y
vertiginoso, muchas veces irreflexivo y apresurado, con tan poca autocrítica,
es lo que hace falta. A nuestra época le sobran afán y billetes. Le vendría
bien más contemplación.
*Médico Psiquiatra, Historiador,
Escritor, Estudiante de Filosofía