martes, 28 de octubre de 2014

Contemplar la esperanza



Silvia Estefanía Vélez Montenegro

La belleza y el significado de la perfección, se hallan en el ambiente de un pequeño rincón, de un pedacito del mundo, que aguarda a la mirada de quienes viven la magia de su esplendor.

Y es un manto verde de un sinfín de matices que asaltan a la razón y la imaginación, forjando en el horizonte los más imponentes y espirituales montes que cautivan el alma tras un derroche de formas, aromas, colores, que inundan los sentidos y aceleran los latidos tras el descubrir entre caminos, pedregosos caminos en los que reinan las flores, de bellos e imperfectos colores, asimetría invaluable, delirante, ante la que se postra el alma de su fiel espectador.

Caminos, cuántos caminos, colmados de historia, que conducen a la simple beldad de las corrientes de aguas, que perpetúan la vida de un pueblo pujante, amable, de nobleza incalculable, característica innata que se percibe en el aire de una afable región.

Cómo olvidar, cómo no resaltar la suavidad de su aroma, sutil y embriagante olor, tan simple y elegante su apariencia, que baña de belleza con su rojo resplandor el verde de las montañas que se enternecen con su pequeña aparición.

Crecen como gotas de rocío que se posan unas tras otras formando una linda y particular flor, o tal vez un rosario de esperanza de sutil transformación del verde de las montañas al rojo de la pasión.  Al borde, cuelga con delicadeza una pequeña y frágil flor, imagen de la apariencia de la mujer que endulza los días del buen caficultor.

Degusta el alma de tan mágico esplendor y queda perpleja al vislumbrar una sábana blanca que descansa en las montañas de la imponente cordillera, y en las mañanas como queriendo alcanzar el sol que se rompe en pedacitos, como saboreando el viento, abriendo sus alas, transformándose en garzas; o el baile de los guaduales del que emana un suave canto al son de la cadencia del viento que ondula sus verdes cabellos con benévola pasión.

Al amanecer, al fijar la vista al horizonte, desaparece el poder del viento que concentra su aliento como un manto blanco que envuelve el lugar.  Se percibe el trasegar en cual sublime y envidiable armonía.  Los pasos de quienes cada día se dejan impregnar del sello de la tierra, en sus manos, mentes, historia, y que historia, de quienes despiertan antes de que el sol toque sus cabellos y entrelazan sus dedos con la bondad de una invaluable creación, a la que un día Dios pensó con especial amor.

Y al atardecer, se aprecia con imperiosa admiración como un juego de pinceladas de ensueño, cuando el cielo se convierte en un lienzo de la mejor exposición.  El caprichoso sol de la tarde destella sus últimos rayos deslizando entre algunos espacios las ventanas por donde conduce su adiós.  Formas y colores de enigmática expresión que atrapan a aquellos enamorados que con tal fascinación acuden a su encuentro para decir tan solo adiós.

domingo, 12 de octubre de 2014

¿Medio hombre?





Olga Patricia Botero y Milena Agudelo

Entonces surgió otra intención que no tenía propósito. Era momento de sentir y dejar los pensamientos insistentes, de llevar ahí, lejos de mi realidad, las planeaciones del futuro, las de los cuentos de hadas.

Elegí asumir ese nuevo momento, tan interior, tan mío, invisible y reservado, acomodando su mirada, sus palabras, sus caricias.

Solo quería encontrarlo y dejar atrás el pasado, como debe ser.  No podía ganarme ese tonto orgullo infantil.

Estaba matando, sin querer, un amor que tomó años en cultivarse, un amor que superó obstáculos y algunas cicatrices, marcadas en él.

Me di cuenta de que éramos débiles el uno sin el otro, que nos necesitábamos  para incubar vida.

Finalmente esa es nuestra naturaleza, así a veces parezca absurda. 

Me perdoné.  Dejé que ese sueño perturbador de soledad quedara a un lado y que el enemigo egoísta de la culpa se consumiera en los pensamientos que matan la opción vital de amarte.

Qué más da entregar más, si ese es el punto de partida de esta historia de amor casual, de amor real, una de esas opciones creadoras de un todo que no mata ni la indiferencia, ni la distancia, ni las burlas, ni las reconciliaciones del medio hombre.


Voy a intentarlo.  Simplemente, serás más que aquel que en esos años solía poner límites y parecer completo.

sábado, 11 de octubre de 2014

El arco iris no es de dos colores



De repente se dio cuenta de que hay un caminante nuevo.  Curiosa, lo observó con sigilo.  No pudo dejar de pensar en que la figura masculina del pasado, la que tal vez mantiene solo para ella, no la espera y no la mira.  Tampoco, dejar de cuestionar la absurda lógica en la que dice amarlo. 

El desconocido la inquieta. Le refresca emociones protegidas donde no pudo añorarlas más, porque fueron al sitio secreto en el que el ermitaño las olvidó.  Sabe, en su autocensura, que no le dará más, y entre otras cosas, aún tiene miedo de pedirle, de entregarle.

Volvió a emocionarse con el saludo en la mañana. Le entraron ganas inevitables de besarlo, de tocarlo, de sentirlo.  De paso, las pesadas culpas por permitírselo, bajo el halo de la condena social, fiel a la idea vaga de que ama a su hombre del pasado.

Sin pensarlo, se rindió al placer, tan tranquilamente que no parecía la primera vez. Estaba tan cómoda que nada importó.  Ni el tiempo, ni el feo lugar en el que desataron su pasión.   

Recordó el suave roce de las pieles, escuchó su agitada respiración y sintió el infinito placer de una caricia.  Hace años otro cuerpo no vibraba junto al suyo con una exaltación tan sincera.  Se asombró al notar que ya se había acostumbrado a aquel rutinario amante, y por ratos sintió que lo traicionaba.
Engaño.  Tal vez una idea, un concepto creado por sí misma, para sí misma; nada más que un asomo de nuevas vibraciones en su vida.  Aun así, amor hacia ese fantasma que va y viene con una molesta actitud de indecisión.

Tal vez amará seguir buscando la idea de que la vida se compone de pequeñas emociones que le dan sentido.  

Aún con la conciencia armada de nuevos delirios, piensa en el hombre misterioso.  Dice entenderlo.  Cree que la quiere. A lo mejor llegó el momento de seguir.

Mariana duda.  Sólo quiere esperar. Por primera vez en su vida atenderá esa inclinación que le dice que no es el momento de decidir, que es hora de perseguir nuevos alientos, porque el arco iris no es dos colores.  

miércoles, 8 de octubre de 2014

El brazalete dorado con flores púrpuras





Juan Alberto Zapata Caycedo


Atónito y sorprendido, Mateo se despertó desesperado, con los pelos enroscados por la almohada y los párpados casi inseparables de los ojos.  La alarma del reloj vibró a las 7 y 35 de la mañana de un viernes 30 de octubre.

Era el día del prometido acontecimiento con su enamorada. El mismo que cambiaría su vida por completo y lo dejaría inmóvil en un letargo profundo que hoy la ciencia nombra coma; en una ausencia absurda del dramático y absurdo mundo ávido por el devenir del agua y la tierra.

Porque como agua y tierra eran aquellos dos enamorados, a veces inseparables como el océano profundo y a veces tan distantes como un desierto seco sin lluvias.

El agua, sin lugar a dudas lo representaba a él, a Mateo Bonante, un famoso nadador que hacía 2 años vivía de una medalla de plata conseguida en los olímpicos de Barcelona, al sur de Paramaribo en una residencia corriente. Como agua, era viajero y atraído siempre por nuevas experiencias, aún cuando en los últimos dos años había dejado de recorrer periplos.

La tierra, por el contrario, era de la misma naturaleza de Sofía, una paleontóloga algo rígida que en sus días libres se iba al campo fértil a maravillarse, y que como la tierra misma se aferraba a aquello que valoraba, el amor, la ciencia y su pueblo. El mismo pueblo en que hacía cuatro meses se había conocido con Mateo en aquella fiesta de final de año cuando un beso ensordecedor acalló el silencio incómodo entre dos miradas que se movían cual danza armónica y precisa.

La alarma del reloj de Sofía, por otro lado, ya había sonado 35 minutos antes, pero nunca se silenció después de aquella mañana.

 Aquel domingo nublado y lóbrego ya llegaba a su crepúsculo cuando Mateo empezó a sentir una extraña sensación luego de haber esperado una hora y veinte minutos en el estacionamiento, junto a la casa de Sofía. El desespero se apoderó de él y moviéndose a grandes zancadas tumbó el pórtico principal de una patada fuerte pero propia y subió las escaleras infinitas que daban justo al frente del cuarto de ella.

La mujer que tantas veces observó en aquella cama de mantos blancos, que ya la sangre cambiaba de tonalidad, no se encontraba en el lugar. Sin embargo, las señales que rodeaban el espacio ofrecían muchas interpretaciones. La sábana tumbada en el suelo, la ventana abierta de par en par, un brazalete de oro, el reloj molesto que no callaba y protagonizaba el silencio de intriga, y una carta que se encontraba fijada en el centro de la cama con la única palabra en su interior: gracias; atravesada por una daga afilada que todavía desprendía de los rastros de sangre. No obstante, aquel brazalete dorado con flores púrpuras no correspondía a las pertenencias de Sofía, y Mateo alcanzó a notarlo.

Reflexivo y elucubrando sobre qué sería lo mejor, decidió no informar a las autoridades, pues podría verse implicado. Venció aquel temor inmenso de perder lo que más amaba, estropeó confundido toda evidencia que comprobara que en aquel lugar había sucedido un suicidio y decidió continuar la búsqueda por sus propios medios.

Pálido y apenas con la capacidad para recibir aire arribó a su residencia y como si los recuerdos de Sofía le estuviesen hablando, encontró una fotografía plasmada en su mesa de noche. La sostuvo firme para poder observarla y avivó aquella tarde de verano en la que sorpresivamente su hermana había llegado a visitarlo. Ese era el único recuerdo que tenía de ella, antes del accidente y antes de que Sofía la conociera, pues Mateo nunca le había hablado sobre ella.

Juntó más su rostro para analizar un elemento extraño que no había percibido antes, pues a lo lejos de la imagen se apreciaba un brazalete muy parecido al que se había traído de la casa de Sofía. Sí, era lujo brillante de flores púrpuras que estaba junto a la carta que el puñal había enraizado en la cama de su amada.

Mil pensamientos lo rodeaban y confundían. Entonces decidió llamar al único ser en quien podía confiar en aquel instante, Carlos, su amigo de infancia que siempre lo había acompañado en los triunfos y desencantos, aquel que siempre había estado enamorado de su hermana, y el mismo que le había informado sobre su muerte en aquel trágico accidente.

El teléfono continuaba timbrando pero el silencio era el único que respondía aquella llamada. Colérico, encendió el vehículo y se dirigió a la casa de su amigo. Al llegar, el vigilante extrañado le explicó que justo el día anterior se había ido de la ciudad y había desocupado la residencia.

Aunque hace mucho no hablaban Mateo siempre era bienvenido en la casa de Carlos y era tal la confianza que el último día que lo visitó, le indicó el lugar secreto en donde guardaba las llaves. Casualmente, todavía se encontraban en el mismo lugar, por lo que sin dudarlo, Mateo entró a observar el vacío del lugar, y justo ahí, solo, en el fondo de lo que antes pertenecía al comedor, allá entre las juntas de las dos esquinas encontró un papel ya rasgado que identificó fácilmente como un boleto hacia Groenlandia, el país donde su hermana se había accidentado en aquel avión, que según le había informado Carlos, no había dejado sobrevivientes.

 Los hechos lo confundieron en demasía. Lo único que quiso fue encontrar a Sofía. Solo podía pensar en el brazalete de su hermana, que había encontrado en la casa de su amada. Se devolvió con la única evidencia de un boleto rasgado de viaje y el brazalete dorado con flores púrpuras.

 Llamar a las autoridades era lo único que tenía en mente. Buscó el teléfono de su salón de estudios y antes de marcar observó que tenía un mensaje en su contestadora a las 7 y 37 de la mañana. De inmediato reconoció aquella voz: “después de tanto tiempo, tantas aventuras y tantos momentos juntos aún no puedo encontrar un motivo para que lo hayas hecho. Debí atender las advertencias de Carlos, pero fue hasta ese día en que él me demostró en la foto que tienes junto a tu mesa de noche que ella es la que realmente quiere.  Ella, la de la vestimenta marrón, de ojos negros y un brazo pálido apenas visible por aquello que cuelga en su muñeca. Ella que ha dejado a una mujer desilusionada, que ha incitado la llegada de mi muerte y que ha dejado a una madre soltera en un mundo injusto que prefiero vivir en las profundidades de la tierra. A ella, gracias”.