Deja de preguntarme si yo soy o no
humana. Tu me elegiste en una noche de
lluvia con olor a aceite. No intervine
en la decisión, quizá porque sé que no soy una mujer como las que estabas
acostumbrado a ver.
Deja de hurgarte las
patas y enterrarte los filos de los dientes, en el afán desmedido de conectar
los pesares que ambos compartimos. Ya
sabes que me sacan de mí misma los ruidos nocturnos con sonoridad salival.
Aprende, Bruno, que no tenemos otros
nombres. La Adriana que te encontraste
es la misma que ha aprendido a escuchar su soledad. A lo mejor, por eso, te decidiste por ella y
no por un cuerpo de perfecciones; tu ama reconoce debilidades físicas, pero se
apuntala en las propuestas cerebrales.
No me pidas permiso para pertenecer a
este territorio. ¿Podría interesarte
acostarte algunas noches con la tele prendida hablando de la cumbre de
presidentes; la incomodidad del ruido permeado por el tufo tardío de los
sábados; o percibir el sabor a nicotina pegado a los dientes de quien no sabe
fumar?.
Estás mejor del otro lado, como
perro. Cuando me elegiste sabías que
conmigo no padecerías los efectos del abandono.
Ya me he quedado varias veces con el sinsabor de no conocer las
respuestas. Y para qué conocerlas,
Bruno. Cuando te enteras de los verdaderos motivos del adiós, igual estás
condenado por el silencio del tiempo.
¿Para qué me preguntas las horas? Tus
nociones son homogéneas y tus días dependen, más bien, de mi temperatura.
Gracias a mis dioses vislumbro una
gratitud en cada pierna, con el frio que se sube entre los dedos, luego del ya
retador ejercicio de darle un efecto de retraso a la alarma programada desde el
día anterior para iniciar con las responsabilidades cotidianas.
No te sientas mal con ser un
Schnauzer, esa raza de perros con bigote.
Yo no sé si eres miniatura, estándar o gigante. Es suficiente con que sepas que tu actividad
e inteligencia son las aptitudes que te convierten en mi ángel de la guarda.
Mi raza, por el contrario, cambia de
color según la velocidad de la enfermera del veterinario para usar la máquina
que te voltea el color del pelo de negro a gris. Nosotras cambiamos de piel cada 28 días, sin
remedio aparente, sin medicación o esencias florales que curen la
insatisfacción, sin explicaciones de expertos que justifiquen las manías de
pensar en el después.
Tu puedes quedarte en cama sin
predecir los olores de las sábanas; sin pensar en la energía derramada por los
pactos para no extender la fertilidad; puedes extender el pelo sin que tus
plagas caigan sobre los demás, jugando nada más a que la gravedad te mantenga
firme la pretensión de estar de pie.
Ya me has dicho que quieres tener
conciencia, y yo te repito que es un acto salvaje el volver sobre el sinsentido
de la renuncia. No tienes que entender
que eres un ser inferior. Si tuvieras
conciencia sabrías que tu valía se nota en el paso a paso de tus seguridades,
sostenidas en las almohadillas de tus patas.
¿Por qué lloras cuando desaparezco
momentáneamente? Lo que sucede con más pureza entre los dos es que me miras con
la profundidad del misterio y la complicidad de la maternidad, a pesar de que
no eres Bruna.
Esa debería ser mi principal
ganancia. Tu eres uno más de ellos,
porque es improbable no actuar bajo la ética del cuidado.
Ondeas tu cola desequilibrada sin
importar mi opacidad; expresas tu necesidad pese a que separamos nuestros
códigos y canales de comunicación, y te dispones para el impacto del hoy para
refutar en silencio los tiempos que te impongo, sin compasión.
La perfección, mi adorable perro
adaptado, adoptado y asumido como propio, nadie puede resumirla para tus
voluntades.
¿Qué quieres probarme? ¿Que entiendes
cómo la responsabilidad duele en los músculos; o el poder de las conexiones
femeninas; o el llanto sin mesura de tu extensión corpórea; o la falta de
palabras con las que se creó el reino masculino?
¿Para qué estás interesado en moldear
tus orillas a punta de caprichos fugaces? Vives sin ahogos, sin preguntas, sin
miedos, sin dolores. Deberías poder
comerte esta sensatez.
¿Te afana algo más que la incondicionalidad de
tu elección?
Que yo soy humana, Bruno. Te amo, sin
negarte, y sé que tu lo haces, en el universo de tu pensamientos de perro, bajo
la protección de mis respiraciones, con el fervor del cariño que viniste a
propagar en mis principios.
Deja de preguntarme por qué soy
humana. Quédate con los tuyos, Bruno,
que no sabes de miserias, ni tienes que entender el poema Aullido, de Allen
Ginsberg. Que eres un perro simple y
alegre, como las margaritas, y esa ya es la felicidad de la mujer que decidiste
acompañar.