Fueron otros tiempos.
Otra época. Una generación que
también la llamó bruja por intentar ser libre, y hablar duro, y opinar que la
mujeres no debemos someter las pasiones a los delirios de los machos.
Tenía una estatura natural que le permitió tener siempre una
mirada privilegiada; una férrea contextura que la hacía rechazar esas ideas
falsas de que no podemos soñar con un futuro sin ataduras.
Intentó conciliar para ella los designios del amor, buscando
las razones y una respuesta al silencio que le impusieron los demás.
Entonces le hizo caso a las señales que le palpitaban en su
cabeza rubia; y dedicó horas a fumar las tardes para contar a sus clientes las
visiones de mundo que se podían publicar, porque quizá, ofrecían una acertada
solución a sus problemas.
Sus palabras fueron bálsamo, y otras noches, avivaron el
brote del a rebeldía. En ocasiones, desaciertos disfrazados de locuras.
Pero ella siempre tuvo la intención femenina de arraigar el
hoy, de garantizar los derechos, de soltar exigencias y promover la búsqueda de
la felicidad.
Un día, algunos la llamaron bruja, sin darse cuenta de que
su caminar era de diosa.
Se equivocaron quienes no vieron el poder de su energía; la
magia volcada de su creatividad; los días en los que vivió radicalmente una
vida extraordinaria.
La llamaron así porque no se dieron cuenta de que amó con
intensidad, disfrutando ese nombre puro y de seis letras con el que la
conocimos, y descubriendo que las horas no le eran suficientes. Que era mejor perder para avanzar; ser
valiente y otra vez valiente para cambiar su destino y el de quienes supimos
que una mujer así como ella, jamás podrá llamarse bruja.
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