Estoy
segura de que tus ojos frente a mí, vendrían a decirme que necesariamente
tuvimos que conocernos para aprender a sobrevivir.
Retomar
la historia y replicarla a quienes osadamente nos hablaban, en aquella época,
del futuro.
Lo hicimos
una vez. Nos ocupamos insospechadamente
de los caprichos y volteamos la página en silencio, como entendiendo que el
destino teje su telaraña sobre nuestros egoísmos.
Dejamos
de lado la ruta alterna, porque era más fuerte la realidad que nos esperaba.
No
sabíamos que tenía que ver con la felicidad.
La que hoy tú resuelves en compañía. La que yo armo a punta de
expectativas, de regaños, de condenas, y también de esperanzas y olvidos
momentáneos del silencio y la felicidad.
Estoy
segura de que tus ojos, y los de Adriana, junto a los míos, podrían girar y
gritar en torno a una alegre conversación sobre la vida.
Sobre
las veces en las que preferimos ser racionales antes que sensibles; en las que
herimos sin tener intenciones aparentes; en las que aprendimos cuando llegaron
los mensajes que desciframos, minutos después, en la tragedia de la soledad.
Podríamos
los tres, sin miedo alguno, hablar con la libertad del afecto de quien se
reconoce sincero y respetuoso, libre de las pequeñas sensaciones que alguna vez
ocuparon su agenda.
Y
entendería yo, como he venido profesando, que la vida vale la pena con mujeres
valientes, capaces de llorar por sus sueños; defensoras de segundas
oportunidades y extremadamente hábiles para enamorar con el perdón.
Estaría
perfectamente cómoda con una mujer amiga que lleva mi mismo nombre.
La
mujer que pudo salvarte de los rigores del abandono; inteligente y con la dulce
paciencia para esperar tus dudas y valorar el corazón de quien acepta nuevas
oportunidades.
Habría
una mesa para tres. Y el brindis sería por una pareja admirable, que nos invita
a defender el deseo de cuidar a los nuestros.
Los nuestros…los verdaderamente importantes.
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