miércoles, 21 de enero de 2015

Carta a un pensador de lo inútil

carta


Por: Carlos Fernando Gutiérrrez T.

Así es escribir: un azar. Es intentar certezas con retazos de letras que se juntan para no ser sílabas muertas.

Quizá lance estas primeras líneas por ser las más difíciles para iniciar la aventura de escribir. Las siguientes continuarán ese ritmo lento de quien teclea buscando una boya en medio de un pensar  delirante.

Así debe ser la literatura: buscar lo incierto. Las demás personas persiguen certezas que les aseguren el porvenir.  Desean una pose definitiva que los sitúe en su lugar.  Adquieren un gesto que los reconozca. Ubican un sitio oportuno en el autobús del mundo.

Pero quienes estamos atrapados entre personajes, en historias e imágenes, no conocemos una estancia tranquila y definitiva, una taza caliente en noches de montaña. Quizá es la condena de quienes buscamos las huellas del tiempo en los libros, dialogamos con personajes inmortales o nos asombramos con páginas memorables; será la soledad.

Otros presumen de seguros oficios: médico, abogado, policía, conductor. Basta aprenderlo una vez y ya. Obtuvieron su tiquete definitivo. Pero decir: Mucho gusto, soy poeta, cuentista o novelista, seguro hará desconfiar a la mujer que tenemos al frente o sonreír al doctor que nos dará el empleo.  Así de simple será. Esta es la sensatez de esta vida de libros y seres de papel: la inutilidad.

La mayoría de personas se levantan todos los días y ejercen oficios útiles.  Recogen  basura, atienden animales enfermos, pintan uñas, conducen un bus urbano. Pero unos cuantos, además de estar frente a cuarenta y siete muchachos desencantados de estudiar o teclear cientos de páginas para un informe o soportar la sucesión de números de un profesor aburrido o trabajar en una oficina o huerta; también soñamos e intentamos tener otras vidas con historias propias y ajenas. Buscamos la belleza inútil, la verdadera, la que sirve para sentirnos inmortales. Dialogamos con otros hombres, en otros tiempos, en otras culturas. La historia de nuestro presente nos quedó corta y buscamos liberarnos en relatos memorables.

Por eso intento escribir esta carta, dirigida a un pensador de lo inútil, a quien la lectura o la escritura no le permiten ocupar su lugar.

Así debe ser la buena literatura: sin verdades definitivas. Para quien se asombra de nuevo con una página, a quien golpea la verdad escrita o se acongoja con la línea única. Como el niño que, frente al espejo de agua, lanza la piedra con breves saltos y se hunde sin aspavientos, dejando ondas de nostalgias en quien sintió ese instante leve y eterno.

Quizás muchos ambicionen pertenecer al jet set literario. Ser el escritor más importante de la cuadra o aparecer en una reseña de un aficionado articulista. Todo eso es válido para quien roba horas a lo útil y asume esta vocación con entereza.  Pero más allá, debe estar la decisión de hacer la siguiente línea mejor, la otra historia más novedosa, dedicar más horas a la página en blanco.  Así de simple debería ser, sin dejarse obnubilar por situaciones extraliterarias. Hay quienes posan, visten y hablan en voz alta, alardean de obras y citas, memorizan líneas y fragmentos. Luego de despojarse de máscaras y trajes, estarán desnudos y libres ante la página o pantalla en blanco.  Solo allí se validarán sus horas, su vida sincera, su masticar lento.  Siempre he pensado que es más importante quien lee, que lo leído.  Es creer en uno, pensar lo distinto, no seguir el camino común, ser sincero con la escritura.

Leí que lo único auténtico es lo autobiográfico, que lo demás es plagio.  No sé qué tendrá de cierto, pero puede ser una iluminación para mirarnos con profundidad, afilar el lápiz y empezar desde lo pequeño, pero constante.


Me faltan más líneas, hacer más catarsis con ustedes, pero quizá así es la literatura: fragmentos, líneas inconclusas que se abandonan para no cerrar el diálogo.

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