Nos escribe una loba capaz de transmutar su infierno, llenándolo de la energía vital, sobrecogedora, que solo anuncia la llegada de la luz.
Estaban ahí, siempre.
Sabían camuflarse en los lugares menos sospechados, de manera que cuando
salían, sus miedos la sorprendían y por un minuto, podían asustarla.
Ella había aprendido a reconocerlos a fuerza de sufrir por el
temor que le producían. Los escalofríos
la habían fortalecido. Los miraba de
frente y caminaba con ellos, pero de cualquier manera prefería que no fueran
visibles.
La primera vez que los vio, no pudo identificarlos muy
claramente, creyéndolos reales, porque sonaban y se veían tan ajustados a este
mundo.
Se dejó guiar por ellos sin hacer mayores preguntas. Así se fue y se perdió. No sabía que estaba
perdida; aunque todas las señales se lo indicaban, no era fácil reconocerlos.
Una mañana, a pesar de lo brillante que era el sol, sólo podía
sentir frío. Levantó su mirada y se
encontró con el terrible barquero, quien esperaba que subiera tranquila y
cruzara con él el pavoroso Hades.
Caronte la veía hacía mucho caminar por la orilla, aunque tan absorta en
sus angustias que difícilmente sabía lo que ocurría en su alrededor.
No se daba cuenta de cuánta alegría había en su vida, de
cuánta luz le proporcionaban sus soles
inocentes que sólo querían jugar y gritar al mundo su felicidad, con tanta
energía que podrían iluminar el mundo entero, menos a un ser irreconocible
poseído por sus miedos.
El olor de la muerte la sacudió. Los niños gritaron tan fuerte que lograron
despertarla. El miedo a cruzar el
espantoso río la hizo volver, pero respiró de nuevo, como cuando era niña y
nada más importaba, como si fuera la última oportunidad de vivir.
Justo ahí logró enfrentarlos, reírse de ellos y seguir. No obstante la acechan y algunas veces la
encuentran desprevenida, lo que es una ventaja, porque de nuevo puede ella,
como Psique y Orfeo, decir que ha burlado a Caronte.
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