Lo sedujo la idea de verla aparecer en la pantalla del
computador, insistente y divertida, salida de los patrones oscuros de la ciudad
que no lo dejaba respirar.
Ella era ese reto escondido, un experimento de provocaciones,
un apuro de mala educación. Una nueva forma de dialogar con la materia
inexistente. Un registro válido de lo que
está del otro lado del puente.
Quería comprobar que sus hipótesis podían extenderse más allá
de las fronteras, y que al final de todo, nada podría conservarse. Y que la miraría a los ojos para refutar sus
influencias, para negarse en la oferta, para revolcarse en su defendida idea de
que todo acaba y nada es para siempre.
Y con el paso del tiempo le redujo las exageraciones, las
prevenciones atrevidas a medio camino.
La condenó sin conocerla y le dijo, de forma respetuosa pero limitada, que
cesara en su empeño. Que era la opción más ajustada.
Creyó, como tantos, que había en ella una dosis de
ingenuidad. Y le limitó la lujuria,
evitó que volara a partir de sus tragedias y le recordó que el amor era como
todos decían: trágico. Doblemente
trágico.
Cuando quiso censurarla ya era tarde. Probablemente se dio cuenta del alcance, de
lo que nunca fue sacrificio o pena, sino una mezcla de reinvenciones con
pálpitos de curiosidad y certezas armadas a punta de historias de pasarelas,
poderes y revistas.
Se despidió antes de tiempo, ocultando que ella le copió sus
palabras. Que entendió los tiempos de la
corta conversación, y dejó de equilibrar el deseo para ocultarse y leer a Borges,
repitiendo para sí, que SÍ, que estar con él o sin él era la medida de todo su
tiempo.
Que el amor fue eterno mientras pudo sentirla. Casi loca,
imprudente, llena de peticiones inapropiadas, desbordada, lista para poner en
tela de juicio sus eternas variables, respondiéndole a sus curiosidades con el
desparpajo de su sonrisa.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario