martes, 2 de diciembre de 2014

Realidad encantada


hadas

A pesar de que creo ser una princesa, siempre he sido una mujer sensata y pocas veces suelo pensar que el príncipe azul de los cuentos de hadas sea un humano de carne y hueso.

Solo uno se acercó a lo que como mujer joven y luchadora pude desear.  Alto, piel blanca, ojos grandes y de color marrón, piel suave y fina como el algodón, carácter fuerte y realista, mente aventurera. Su gusto por la música y su incomparable olor, su caballerosidad y su paciencia lo hacían soñado. Su defecto: la nicotina.

Tuve a mi disposición lo que siempre añoré.  Con él quería arreglar el jardín, conocer nuevos paisajes, decorar el castillo, dormir sin límites y ver películas toda una tarde, bajo el disfraz de una pijama. Solo una mujer fuera de sus cabales podría despreciar algo así. Quizá iba ser la envidia de muchas y solo yo la afortunada de encontrar el príncipe.

El desenlace de la historia no fue como en los cuentos de hadas.  Nunca me casé con el príncipe. Lo dejé libre y tuve que verlo cabalgar en su jinete blanco hacia otros cuentos, donde princesas de vestidos rosados y moños en sus largos cabellos se permitirían disfrutar de su magia.

Mi final fue diferente.  Escogí un hombre de carácter fuerte, trabajador, piel trigueña y ojos aguileños; no tan aventurero, ni tan paciente, más orgulloso y menos romántico. Su defecto: no ser príncipe.

Pero como en la vida real tampoco soy princesa, me conquistó diciéndome cada día que era su reina. Finalmente entendí que el amor no se encuentra en las páginas de un cuento sino en una tarde gris, fría y con olor a lluvia evaporada.

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