miércoles, 8 de octubre de 2014

El brazalete dorado con flores púrpuras





Juan Alberto Zapata Caycedo


Atónito y sorprendido, Mateo se despertó desesperado, con los pelos enroscados por la almohada y los párpados casi inseparables de los ojos.  La alarma del reloj vibró a las 7 y 35 de la mañana de un viernes 30 de octubre.

Era el día del prometido acontecimiento con su enamorada. El mismo que cambiaría su vida por completo y lo dejaría inmóvil en un letargo profundo que hoy la ciencia nombra coma; en una ausencia absurda del dramático y absurdo mundo ávido por el devenir del agua y la tierra.

Porque como agua y tierra eran aquellos dos enamorados, a veces inseparables como el océano profundo y a veces tan distantes como un desierto seco sin lluvias.

El agua, sin lugar a dudas lo representaba a él, a Mateo Bonante, un famoso nadador que hacía 2 años vivía de una medalla de plata conseguida en los olímpicos de Barcelona, al sur de Paramaribo en una residencia corriente. Como agua, era viajero y atraído siempre por nuevas experiencias, aún cuando en los últimos dos años había dejado de recorrer periplos.

La tierra, por el contrario, era de la misma naturaleza de Sofía, una paleontóloga algo rígida que en sus días libres se iba al campo fértil a maravillarse, y que como la tierra misma se aferraba a aquello que valoraba, el amor, la ciencia y su pueblo. El mismo pueblo en que hacía cuatro meses se había conocido con Mateo en aquella fiesta de final de año cuando un beso ensordecedor acalló el silencio incómodo entre dos miradas que se movían cual danza armónica y precisa.

La alarma del reloj de Sofía, por otro lado, ya había sonado 35 minutos antes, pero nunca se silenció después de aquella mañana.

 Aquel domingo nublado y lóbrego ya llegaba a su crepúsculo cuando Mateo empezó a sentir una extraña sensación luego de haber esperado una hora y veinte minutos en el estacionamiento, junto a la casa de Sofía. El desespero se apoderó de él y moviéndose a grandes zancadas tumbó el pórtico principal de una patada fuerte pero propia y subió las escaleras infinitas que daban justo al frente del cuarto de ella.

La mujer que tantas veces observó en aquella cama de mantos blancos, que ya la sangre cambiaba de tonalidad, no se encontraba en el lugar. Sin embargo, las señales que rodeaban el espacio ofrecían muchas interpretaciones. La sábana tumbada en el suelo, la ventana abierta de par en par, un brazalete de oro, el reloj molesto que no callaba y protagonizaba el silencio de intriga, y una carta que se encontraba fijada en el centro de la cama con la única palabra en su interior: gracias; atravesada por una daga afilada que todavía desprendía de los rastros de sangre. No obstante, aquel brazalete dorado con flores púrpuras no correspondía a las pertenencias de Sofía, y Mateo alcanzó a notarlo.

Reflexivo y elucubrando sobre qué sería lo mejor, decidió no informar a las autoridades, pues podría verse implicado. Venció aquel temor inmenso de perder lo que más amaba, estropeó confundido toda evidencia que comprobara que en aquel lugar había sucedido un suicidio y decidió continuar la búsqueda por sus propios medios.

Pálido y apenas con la capacidad para recibir aire arribó a su residencia y como si los recuerdos de Sofía le estuviesen hablando, encontró una fotografía plasmada en su mesa de noche. La sostuvo firme para poder observarla y avivó aquella tarde de verano en la que sorpresivamente su hermana había llegado a visitarlo. Ese era el único recuerdo que tenía de ella, antes del accidente y antes de que Sofía la conociera, pues Mateo nunca le había hablado sobre ella.

Juntó más su rostro para analizar un elemento extraño que no había percibido antes, pues a lo lejos de la imagen se apreciaba un brazalete muy parecido al que se había traído de la casa de Sofía. Sí, era lujo brillante de flores púrpuras que estaba junto a la carta que el puñal había enraizado en la cama de su amada.

Mil pensamientos lo rodeaban y confundían. Entonces decidió llamar al único ser en quien podía confiar en aquel instante, Carlos, su amigo de infancia que siempre lo había acompañado en los triunfos y desencantos, aquel que siempre había estado enamorado de su hermana, y el mismo que le había informado sobre su muerte en aquel trágico accidente.

El teléfono continuaba timbrando pero el silencio era el único que respondía aquella llamada. Colérico, encendió el vehículo y se dirigió a la casa de su amigo. Al llegar, el vigilante extrañado le explicó que justo el día anterior se había ido de la ciudad y había desocupado la residencia.

Aunque hace mucho no hablaban Mateo siempre era bienvenido en la casa de Carlos y era tal la confianza que el último día que lo visitó, le indicó el lugar secreto en donde guardaba las llaves. Casualmente, todavía se encontraban en el mismo lugar, por lo que sin dudarlo, Mateo entró a observar el vacío del lugar, y justo ahí, solo, en el fondo de lo que antes pertenecía al comedor, allá entre las juntas de las dos esquinas encontró un papel ya rasgado que identificó fácilmente como un boleto hacia Groenlandia, el país donde su hermana se había accidentado en aquel avión, que según le había informado Carlos, no había dejado sobrevivientes.

 Los hechos lo confundieron en demasía. Lo único que quiso fue encontrar a Sofía. Solo podía pensar en el brazalete de su hermana, que había encontrado en la casa de su amada. Se devolvió con la única evidencia de un boleto rasgado de viaje y el brazalete dorado con flores púrpuras.

 Llamar a las autoridades era lo único que tenía en mente. Buscó el teléfono de su salón de estudios y antes de marcar observó que tenía un mensaje en su contestadora a las 7 y 37 de la mañana. De inmediato reconoció aquella voz: “después de tanto tiempo, tantas aventuras y tantos momentos juntos aún no puedo encontrar un motivo para que lo hayas hecho. Debí atender las advertencias de Carlos, pero fue hasta ese día en que él me demostró en la foto que tienes junto a tu mesa de noche que ella es la que realmente quiere.  Ella, la de la vestimenta marrón, de ojos negros y un brazo pálido apenas visible por aquello que cuelga en su muñeca. Ella que ha dejado a una mujer desilusionada, que ha incitado la llegada de mi muerte y que ha dejado a una madre soltera en un mundo injusto que prefiero vivir en las profundidades de la tierra. A ella, gracias”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario